Página de José Manuel García Marín

Página de José Manuel García Marín

La intención, al abrir este nuevo blog, es guardar en él relatos completos, míos o ajenos, para quienes quieran leerlos en su totalidad. Desde el blog principal pondré un vínculo a éste en aquellos artículos que, por su extensión, sea aconsejable.

martes, 7 de julio de 2009

La Alhambra, estática nave del esplendor


Por José Manuel García Marín
    Hay actos que no requieren una previa disposición de nuestra parte; menos de los que pensamos, sin duda, pero aceptaremos que no se necesita una actitud especial para entrar -pongamos por caso- en una galería comercial, un estadio o en un super-mercado. Sin embargo, incurriríamos en un grave desacierto, si adoptáramos la misma conducta, al visitar aquellas obras que el hombre ha erigido como monumentos a lo más venerable de sí mismo, a lo sagrado.
    Es cierto que es difícil escapar a la influencia del apresuramiento en que vivi-mos, pero merece el esfuerzo evitarlo, porque la vorágine de premura constriñe nuestra mirada a un mero examen, un sencillo ojear, e impide toda contemplación. ¿Podemos adentrarnos en ese Arca de Noé de la Historia, que es la Alhambra, con tal ligereza? ¿Es admisible subir a bordo de esa nave que tiene un bosque por mascarón de proa, dedicán-dole uno sólo de los sentidos?
    La ausencia de ceremonia, aquí, trivializa el alcance de sus finalidades y se torna irrespetuosa, insolente. Claro que, transgredir la norma, lleva implícito el castigo: no escucharemos su latido, ni sus ritmos, ni percibiremos sus armonías. Debemos ajustarnos, primero, a lo cronológico y comenzar por la fortaleza, que no es más que eso, pero que muestra orgullo de adarves, de almenas y de alturas que proclaman, desde la Torre de la Vela, el dominio de una urbe cuyo fuego, elemento al que pertenece esta Granada, únicamente atemperan las cumbres nevadas de la vieja Sulayr. Sin embargo, es en esta alcazaba, conforme finalizamos el paseo por el adarve de la muralla, donde -ya se sospecha aquí, acaso se presiente o se huele- tendremos el primer encuentro con el agua de fuentes y alfagras. El agua, esa estola cristalina de su femenino atalaje con que se ciñe, hermoseada de resplandores, de oscuros fulgores en las umbrías o de meteoros de plata cuando, de la luz, exige, inapelable, su feliz desposamiento. 
    Después, atravesada la Puerta del Vino, accederemos al núcleo del conjunto: los palacios. Este es el lugar donde nos desproveeremos del incómodo ropaje de las prisas, por no vulnerar la gracia de la dilación, de la serenidad, que impone el refinamiento con que fue soñada, más que proyectada; creada, más que construida, con la inaprensible delicadeza de un jirón de niebla. Por tanto, lejos de irrumpir, conviene deslizarse al primero de ellos, el Mexuar, en el que se impartía justicia, a veces, por el propio soberano. Al fondo, un oratorio con una hornacina que hace las veces de mihrab, y que marca la orientación de la quibla. Presente, entonces, la justicia divina, por encima de la del sultán. 
    El trono, en las ocasiones en que presidía el más alto rango de la realeza, se instalaba encima de las tres gradas del Patio del Cuarto Dorado, entre dos puertas y delante del muro más ornamentado de la Alhambra, para advertir de la categoría de quien, en este caso, la administraba. Dos puertas, una verdadera y otra falsa. Para confundir al enemigo, dicen; pero eso no es más que una lectura prosaica. En realidad es una metáfora de que la verdad y la quimera comparten igual sustancia, ¿o es que tan enceguecidos andamos, que no vemos corvetear, en gloriosa algazara, micras de oro en los corpúsculos del aire? Mientras, un mínimo surtidor germina, insinuando rumores de alabanza.
    De la discreta penumbra de los pasillos que, en recodos, nos conducen al segun-do palacio, el de Comares, surgimos al Patio de los Arrayanes, donde la cegadora luz hostigará sin piedad nuestras pupilas. Y es que ésta es una advertencia material -la oscuridad es a la luz, lo que la ignorancia es al Conocimiento- de que el protocolo es ineludible, porque, si lo incumplimos, se repetirá, en lo espiritual, idéntico efecto des-lumbrador en el Salón del Trono. 
    La mansedumbre de la alberca, sobre la que no se vierte el líquido de sus fuen-tes, sino que con suavidad se deposita, para no provocar ondas, acapara la atención del visitante. En el acuoso espejo se refleja la imponente torre, representativa del poder terrenal, y el cielo, imagen del divino. Una y otro concurren en el fluido recipiente, con el propósito de anunciar la alta dignidad de la estancia en que ambos poderes se reúnen, acreditando, de este singular modo, la autoridad del monarca. Luego si se trata de una cámara sagrada, como atestiguan sus medidas, de proporciones áureas, acataremos el ritual, destinando unos momentos a admirar la curiosa bóveda de barca invertida de la Sala de la Barca, antesala de compensación de opuestos, preparatoria, a fin de atravesar las tinieblas del desconocimiento hacia la luz de la sabiduría, sin que el relámpago encandilador de ésta pueda confundirnos y haga incomprensibles, para nosotros, los secretos de una cúpula cósmica. Cósmica, sí, cuajada de estrellas; pero también mística, en la que está contenida la imagen de los siete cielos, y un octavo, la cupulina, que es el trono de Dios. 
    Para quien no ve, pues sólo mira, pasarán desapercibidos -insertos en las diagonales del techo, de base cuadrangular- los cuatro árboles del paraíso musulmán, cuyas raíces se hunden en el séptimo cielo, donde se inician; el tronco atraviesa otros cinco y las copas descienden hacia el más terrenal: el primero y más próximo al espectador. 
    En toda la Alhambra, la arquitectura y el encaje labrado de sus muros son cómplices de los poetas áulicos, para mostrar su inefable legado. De esta manera, la síntesis del pensamiento, volcada a palabras, queda grabada en las paredes, si bien aquellos conceptos o abstracciones intraducibles, que trascienden la razón, judíos, musulmanes, cristianos, siempre orientales, pero con la especial capacidad andalusí de arracimarlos en sublime eclecticismo y añadirles la propia creatividad, el genio de la tierra, son expresados mediante símbolos, en su mayoría geométricos, de los que los azulejos son su principal vehículo. La multitud de variantes que se inician en estrellas de ocho puntas, constituye un auténtico alarde del dominio de los cuerpos geométricos, de los volúmenes y de las matemáticas. Desde las fajas, desafiantes, provocan ser descifrados, plasmados en un entramado sin fin, un caleidoscopio inagotable, desde el que asaltan planos en tres dimensiones, cuando se les suponía dos, no obstante unidas, las estrellas, por líneas que se entrecruzan. Tal vez infinitos los senderos. ¿O es una que las circunda a todas, mos-trando el camino de regreso a la Unidad, de donde partimos? Y es que los azulejos son un trampantojo que oculta, con la seducción de la belleza, la sabiduría, indigna de aquél que desatiende.
    Asumido el requisito de interpretarlos o, al menos, con espíritu receptivo, abordaremos el tercer palacio, el de los Leones, configurado en torno a los cuatro jardines que disfrutará el creyente, cuando se libere de la grosera materia: el Jardín del Corazón, el Jardín del Espíritu, el Jardín de la Esencia y el Jardín del Alma, bordeados por cuatro ríos, que delimitan aquellos, y que manan de las fauces de los doce leones, animales solares, de la fuente de su centro. Otra vez el fuego. De nuevo el agua. Dos elementos contrarios de los que brotan el calor y la vida. 
    En el patio observamos la exactitud, la racionalidad, la perfecta ordenación de las columnas; hasta que, de repente, descubrimos que estamos, quizá, en trance hipnótico, y que éstas forman una falsa simetría, que el espacio es menor de lo que juzgamos a simple vista, como si se dilatara y contrajera a voluntad; que, acaso, las masas no necesiten ser sustentadas. Incluso, es posible, que los fustes sean marfileños, más que marmóreos. Nada es lo que parece. La especulación de las sensaciones, los vislumbres de universos infinitos en la Sala de los Abencerrajes, el éter derramándose en la Sala de los Reyes, la música de las esferas en la de las Dos Hermanas, el Mirador de Lindaraja, que propicia el desvarío de las pupilas. Todo, en fin, en este ilusorio lugar, provoca la locura, el delirio, la enajenación, el desconcierto de nuestras convicciones, el estallido de las certidumbres. Sólo puede librarnos del caos la salvadora brújula, el compás orientador de la Fuente de los Leones, que señala los puntos cardinales de nuestro interior. Pero ¿y ese júbilo que nos inunda? 

        «Jardín soy yo que la hermosura adorna;
        sabrás mi ser si mi hermosura miras...»

    Es hora cumplida de saborear, ensimismados, el frescor de los surtidores del Generalife en el Patio de la Acequia, acudir al encuentro de las deliciosas alfombras de arabescos de los arriates previos al Patio de la Sultana, escuchar el alborozo del agua, en los múltiples caños de los jardines altos, y subir por la iniciática Escalera del Agua, atentos a su eterna sinfonía.
    Nada nos resta, tras el Paseo de las Adelfas, más que salir en silencio. El silencio a que nos obliga la dulce embriaguez de las oscilaciones originadas por el transcurrir de olas de siglos, porque ¿qué hace un barco varado en lo más alto de la ciudad, sino navegar sobre piélagos de tiempo? 


miércoles, 8 de abril de 2009

La espada de Miramamolín

En estos momentos, en los que la crisis económica flamea amenazadora y victoriosa y parece amargar cualquier orden de la vida, es necesario evadirse echando mano de placeres como el de la buena literatura, uno de los mejores, duraderos y baratos que conozco. Por fortuna, aún hay escritores que escapan al simple entretenimiento, capaces de narrar una historia con enjundia en el contenido y sabor en la palabra. Este es el caso de Antonio Enrique quien, con esa reconocida calidad suya, nos brinda ahora un nuevo título: «La espada de Miramamolín», publicado en Roca Editorial.

El personaje principal de esta novela histórica, don Carlos Fernando de Austria, hijo natural de Felipe IV y, por tanto, hermanastro de Carlos II «el hechizado», relata sus días desde el instante en que es enviado (exiliado, en realidad) a Guadix, con un acta de canonjía seglar por designación regia, en compañía de su hija, Mariana; ocasión ésta en la que el rey le regala la espada con que jugaban en la infancia, justo antes de su partida.

A través del canónigo se describe todo el paisaje de la época, tanto del Alcázar de los Austrias, con una Corte poblada de personajes extraños, comenzando por el propio monarca, en un ambiente enrarecido por las intrigas y el consumo de láudano, como el de Guadix, poderosa sede episcopal, donde se acumularon fuerzas clericales para estrangular las esperanzas moriscas de aquellas tierras, con el beneplácito y cooperación de la retorcida sutileza inquisitorial.

Del rey hechizado, el autor, a base de profundizar en el estudio de los innumerables datos con que se ha documentado, elabora un perfil psicológico estrechamente unido al físico, del que ofrece tan detallada relación que se hace inevitable la aparición de su figura, de su imagen viva, en la mente del lector, con independencia de la voluntad de éste. Y es que, como Antonio Enrique asevera: «La atmósfera -el sabor, el entorno, el olor- es imprescindible; si no, es leer en crudo. Hay que ‘instalarse’ en el pasado...». De este modo viene a lograr, cuando se le antoja preciso, que determinadas escenas huelan a cortinajes de terciopelo añoso, a tapices, alfombras y a cámaras y antecámaras poco o mal ventiladas; que se llegue a sentir la pesantez del aire palatino, a cuya densidad no sólo se refiere, sino que compara con un espíritu viviente.

La novela, además de la estructura propia de su género, contiene un detonante, un contraste y un eje de simetría. El detonante es el argumento que le sirve de base: la ocurrencia de repetidos episodios en los que se escucharon lamentos o gritos en campo abierto y que, al acudir las gentes, nunca se encontró a nadie. Es conveniente advertir que estos sucesos están recogidos en el Archivo Histórico Nacional y que, dado lo inexplicable del fenómeno, el Santo Oficio sospechó que se debía a moriscos recalcitrantes, que volvieron tras la expulsión. Averiguar el asunto es el difícil papel del personaje principal.

El contraste está representado por la ensambladura de extremos que se dirían contrarios y que son, sin embargo, convergentes. Irenea, la jovencísima hija de Azucena, la sirvienta, llamada también la «hija del querubín», pequeña, morisca, aniñada y de baja condición social, con el canónigo, mayor y de sangre real, en sublime y casta simbiosis. Una relación quimérica que, precisamente por ello, despierta inquietud e interés.

El eje de simetría, en imaginaria presencia, se asienta sobre el paralelismo de lo acústico de los lamentos ilocalizables, equiparado con la mirada del espejo de «Las meninas», de Velázquez, cuadro en el que el autor se detiene para subrayar la trascendencia del punto de fuga y la amplitud de la circunvisión del pintor, capaz de contener al espectador. Los gritos no se dan donde suenan, y, en el espejo, los personajes están fuera del lienzo. Acaso pudiéramos considerar este brillantísimo recurso, como una respuesta literaria a la plástica del famoso cuadro.

Como consecuencia del espléndido dominio de los elementos de fondo: ropajes, calzados, muebles, alimentos y usos, seglares o eclesiásticos, del siglo XVII, unido a su magnífica prosa cincelada, si es importante lo que relata, tanto o más es cómo lo relata. Por dichas razones, «La espada de Miramamolín» no es un libro para leer en el avión; es una novela de viejo sillón de cuero con orejas, despaciosos sorbos de buen coñac en copa caliente y gruesos leños ardientes en la chimenea, sumidos, plácidamente acomodados, en la elegancia de la lentitud.



domingo, 15 de marzo de 2009

El puente "IKEA" de Córdoba


Informe de ICOMOS sobre el puente romano de Córdoba. Como puede leerse al final del mismo, se conmina a las autoridades en general a que se comuniquen futuros proyectos antes de que se comiencen las obras, y no cuando éstas están ya muy adelantadas y no tienen solución. Este informe, sobre la barbaridad realizada en dicho puente, hecho con posterioridad, trata de defender la estupidez con argumentos peregrinos, quizá para apaciguar la indignación ciudadana de los cordobeses (aunque no es necesario ser cordobés para indignarse), que han visto cómo un símbolo de su patrimonio (que es de todos) ha quedado convertido en un monumento a la idiotez y al mal gusto.
El informe puede leerse en este vínculo:
http://media.grupojoly.com/0000023500/0000023552.pdf